En el libro de Jorge Aguilar Mora encontramos el ‘elogio’ a la pérdida del amor y del absoluto; del absoluto del objeto amado y a su irreparable pérdida. Hay una navegación por la belleza de lo perdido transformada en hermosura por medio del verso bello, que es la molinera, y por la música del adiós que viaja por cada poema de este épico y sustantivo libro y a la vez intenso, que nos lleva en tensión desde el primer verso hasta el último como si se tratara de una cuerda de guitarra o violín tensadas al máximo por el poeta que las arpegia. Hay un gran arte en estos poemas en que se combinan la música del adiós -como en la Canción del adiós de Gustav Mahler basada en los poemas de Rückert, cantada por la sublime voz de Katlheen Ferrier- en la forma en que el poeta conduce la evolución de su maestra obra en cada verso, estrofa, pausa, congoja; en cómo él, Creador, se conduce en la totalidad del poema y en la coda final: Ruinas. El único poema, de los 19, que lleva título, como si de darle nombre a lo muerto se tratase.
Nos da aire el poeta y nos deja sin aliento mientras vamos caminando entre ellos y el significado que vamos aprehendiendo al ir integrándonos en su lectura y a la vez en el reconocimiento de que la belleza tiene más de algo que decir en nuestra vida; en el cómo sentimos y entendemos el habla múltiple de un poeta que entra como sin saber en el nadir de su sentimiento poético; es decir, en su amor perdido; en este caso, en la poesía en que se pueda ver la relación que hay entre la glorificación de la vida (por medio de lo amoroso) y la penuria que es llegar a saber que no hay nada más después de ese absoluto. Sólo nos queda, como lectores, la soledad de un flaneur caminando en sí mismo; que está casi sin salida, sin llegada, sin la voz que se le perdió al caer la tarde en los senderos de La bella molinera.
Para que haya resurrección se escribe, escribimos. Escribe en las cinco líneas el compositor, buscando el equilibrio adentro de los cuatro espacios, fuera del Mi y del mí, dejando fuera de sí el confort del encierro, de la vida que pueda haber entre las líneas y el vacío acotado del pentagrama, es decir de su poema. Pero no la hay; porque la armonía ya dejó de ser también la búsqueda y no hay nada que mitigue el desarraigo que se expande desde su cuerpo a solas como las cuerdas descubiertas por la ciencia. En lo del amor no hay ciencia que valga; después de él hay una dispersión de los elementos que lo fecundan. He ahí el arte de estos poemas; son actuales y, a la vez, son pasado que desaparece como la harina que sube al cielo desde algún molino: el real y el que sale de nuestra angustia.
Al final, nos queda la búsqueda, el entender el ubi sunt, sin locus amenus; porque a ciencia cierta el poeta sabe, o lo presiente, que no hay vuelta: el absoluto –en este, su, caso– no tiene salida, por más que lo busque al calor de sus poemas que lo ayudan a ‘bien’ vivir –o a bien morir– no tiene sentido el seguir indagando por las causas que llevaron a un camino sin salida en su acto de amar, de desamar, de querer estar aquí y allá, porque era el presente lo que estaba en juego entre los amados que se distanciaban a la velocidad de la luz; aunque sin saberlo. Y, cuando llegó la hora de la verdad era tarde para remediar lo irremediable. He ahí el poema; la razón de ser de La bella molinera, de este gran poema de amor.
Hay que leer los poemas de La bella molinera para entrar en el sentido de éstos; en la pérdida y a la vez en la alabanza de la razón de amar y del Amor que hay en ellos y en nosotros, los que vivimos así la vida y sus circunstancias. Por medio del amor, o su perdición, sin remedio, perdidos también, un poco, y a la vez gozosos entramos al molino de ‘la bella molinera’ para desde su Pan, desde su música, tal vez vivir la catarsis que nos espera en los versos sublimes y a la vez luminosos del poeta en su cántico a su amor desaparecido… perdido irremediablemente, como todo ‘gran’ amor.
José Ben-Kotel
Silver Spring, marzo de 2011
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